Escribo esta columna después de hablar con una querida colega, residente en Kiev hace varios años. Mi amiga, abogada especialista en derechos humanos y democratización en ex repúblicas soviéticas, me cuenta que la guerra la sorprendió fuera de casa durante un viaje con sus dos pequeños, que la organización para la que trabajaba no puede seguir operando, que no puede acceder a su cuenta bancaria, y que se ha vuelto una refugiada en un país vecino, con una maleta como única pertenencia. No quiere molestar a nadie, pero la guerra arrasó con su vida: necesita trabajo urgentemente. Mientras hablamos, sus niños sollozan por no poder regresar a su hogar, a la casa que no saben si aún existe.
Como ella, millones de personas han perdido todo. Necesitan ayuda urgente, y están a merced de mayor dolor aún.
Hace casi un mes en que el mundo observa, atónito, un duelo de David contra Goliat. Uno de los ejércitos más poderosos no logra declararse vencedor: sólo ha podido conquistar parte del país invadido. El lado débil, encabezado por un líder improbable, ha montado una resistencia feroz. Las negociaciones directas entre las partes no han conducido a nada. Cada noche, la televisión nos muestra un horror digno de Hollywood, pero lamentablemente todo el llanto, la sangre, y los derrumbes son de verdad: ciudades completas son ahora cenizas y espectros.
La guerra en Ucrania no es una de ejércitos modernos en posesión de armas tecnológicas, sino brutalidad pura: un retorno al pasado bélico de hace varias décadas. Putin decidió derrotar al vecino pulverizando residencias, hospitales y colegios; tomando como rehenes a alcaldes; y atacando ciudadanos de a pie, dejándolos sin agua, luz o calefacción -en pleno invierno- para que prefieran rendirse a morir de frío, hambre o deshidratación. El ejército ruso bombardea mujeres a punto de parir en hospitales a oscuras; niños reunidos en el subterráneo de un teatro marcado como refugio infantil; familias que huyen en mitad de la calle, a plena luz del día; y a periodistas identificados como tales que viajan por corredores “humanitarios”, que supuestamente debían respetarse.
Mientras tanto y desafiando la realidad, Putin insiste que no hay guerra alguna. Que todo se trata de una operación de paz, destinada a detener un “genocidio” que Ucrania habría cometido (la Corte Internacional de Justicia dijo esta semana que no hay evidencia que tal genocidio haya existido). En actos de tipo fascista que recuerdan a Hitler, los fans de Putin agitan banderas, cantando himnos a la reunificación de la antigua URSS; mientras otros tantos ciudadanos rusos, arriesgando brutales palizas, marchan contra la guerra cada día.
La maquinaria completa del sistema internacional se ha activado para condenar a “Putler”. La esperanza es que las sanciones desestimulen al menos el uso de armas nucleares, y que las amenazas de otras sanciones impidan el involucramiento de otra superpotencia (China) en el conflicto. Por cierto, las sanciones a Rusia también tendrán un muy elevado costo para Occidente, al provocar una crisis de inseguridad alimentaria, otra ola de refugiados, y estanflación a nivel global, efectos que -incluso a nivel local- pronto deberíamos comenzar a sentir. Pero no hemos asistido a ningún conflicto tan peligroso como éste desde 1945; y el costo de no detenerlo ahora con toda la fuerza posible podría ser aún mayor más adelante.
Es difícil hacer predicciones sobre cómo continuará este conflicto, pero ninguno de los lados podría continuar mucho más sin un cese al fuego, al menos temporal. ¿Qué precio habría que pagar por esta paz?
Rusia no da signos públicos de cesión alguna en las conversaciones habidas hasta ahora.
Ucrania, en tanto, se ha mostrado dispuesta a un estatuto de neutralidad (abandonando su posible integración a la OTAN -y quizá a la UE- a cambio de ciertas garantías de seguridad). También ha indicado que podría flexibilizar su posición sobre la soberanía de Crimea y las provincias separatistas (ya en manos de Putin). Pero le sería mucho más difícil ceder la jefatura del gobierno y/ o el Estado a liderazgos prorrusos.
El problema fundamental en este conflicto es que las exigencias mínimas de Rusia para su seguridad, como las entiende Putin, son incompatibles con una concepción mínima de la seguridad de los países fronterizos con Rusia.
Mientras tanto, el tiempo corre; y en Ucrania, la matanza se acrecienta.
Rusia, aislada, se cierra sobre sí misma, e incrementa la represión contra los ciudadanos contrarios a la guerra.
Y en Occidente, el mundo ya comienza a acostumbrarse a las noticias de la guerra (lo hizo con Siria), y también a la transformación de Rusia en Norcorea (en realidad, ya ha hecho la vista gorda desde hace décadas, estando Putin en el poder). Pronto comenzará a mirar hacia otro lado.
Queda, en este sombrío panorama, una pequeña esperanza: los buenos oficios de terceros estados (Turquía, Israel), que en los últimos días están empujando propuestas más realistas para conseguir una tregua. Lo hacen de modo discreto, para no alimentar expectativas. Pero hay signos de pequeños progresos.
Por el bien de la humanidad, esperemos logren algún resultado.
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