La primera semana de la post-convención nos está mostrando cuan beligerante puede volverse la campaña del plebiscito constituyente de septiembre. Las voces que esta semana han salido a manifestar sus opciones, contraviniendo a sus respectivas tribus de referencia, pueden atestiguarlo: han sido acusados de esbirros, traidores, vendidos, indecorosos. O todas las anteriores.
Se trata de los primeros chispazos en la búsqueda de culpables por la estrepitosa caída de la adhesión a la nueva constitución. Una deriva que va encontrando rostros, atando cabos y urdiendo tramas que logren justificar por qué un texto y un proceso que debería estar lleno de luz hoy presenta sus primeras sombras.
Y aunque aún incipiente, en medio de esta catarsis conspiranoica ya hay quienes ven incluso en el delito común una trampa de los fácticos de siempre para torpedear la nueva carta magna (con la misma convicción que mostraban quiénes veían manos cubanas, venezolanas o rusas en las protestas del estallido).
Como lo muestran los procesos políticos precedentes, estos climas de tensión, polarización y creatividad narrativa, siguen una tendencia incremental a medida que se acercan los momentos electorales y por lo mismo es razonable pensar que esta tendencia seguirá agudizándose a medida que avancen las semanas.
Así las cosas, los que por acción u omisión contribuyan al éxito o fracaso de la opción inadecuada, pueden esperar en su paredón a ser linchados por las hordas inquisidoras de turno.
El Gobierno y el presidente no están exentos de esa crítica. Mientras a todo pulmón se criticaba al ex presidente Lagos por relativizar la condición salvadora del “apruebo”, en sordina varios de los inquisidores apuntaban también al presidente Boric por su “frivolidad”, su “amarillismo” y su “ingenuidad” al haberle dado respiración artificial -en las semanas previas- a una generación cuyo legado ya nadie osaba reivindicar.
Y es que el instinto de Boric de sumar voluntades es cada vez más resistido por una izquierda que se siente a pocos pasos de alcanzar su punto de ignición. Como bien apuntan algunos agudos analistas de la plaza, para cierto octubrismo radical es mejor perder culpando al enemigo que ganar de la mano de almas impuras o simplemente poco convencidas. Acá, como también sucede en la gestión de los asuntos cotidianos del Gobierno, colisionan dos estrategias políticas tan distintas como irreconciliables: la vocación de mayoría con la vocación de hegemonía.
Para los hegemonistas, como es sabido, el acuerdo de noviembre y el proceso constituyente eran una trampa más de los poderes establecidos y nunca representó una vía deseable para ser transitada. En el camino, sin embargo, fueron tomando posesión del proceso e incluso lograron ensayar en él parte de su estrategia hegemonista dada la alta dispersión, fragmentación identitaria y baja formación política de muchos de los colectivos presentes en él.
Esas fuerzas no dudarán en convertir al apruebo en una constatación del mandato popular a una agenda no escrita en el texto constitucional, con la misma fuerza que culparán a los infieles -en alianza con las fuerzas del mal- en caso de imponerse el rechazo. En otras palabras, el hegemonismo triunfará con el apruebo “a pesar” de la conflagración de los poderosos y del “amarillismo” de Boric. Pero si pierde, lo hará por culpa de esos factores.
Así las cosas, para la estrategia de construcción de mayorías el tiempo se agota. No alcanzar el objetivo importa ceder espacio a la dispersión identitaria y con ella abonar el terreno para el salto de los hegemonistas desde la convención al Gobierno.
En los meses que vienen más importante que jugarse por el apruebo o intentar desacoplarse de él, el Gobierno debe invertir su energía en consolidar una agenda política, social y económica que le permita fortalecerse a ojos de la ciudadanía y de sus compañeros de ruta.
Un gobierno fuerte puede resistir de buena forma tanto el apruebo como el rechazo y usar su impulso para construir un programa de gobierno y una alianza que lo viabilice. Pero un gobierno debilitado y fragmentado internamente no podrá resistir la cuenta que le pasarán los hegemonistas en caso de una derrota ni mucho menos contrarrestar su impulso en caso de un triunfo.
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