Bastaba ver lo desencajado, por algunos pasajes francamente angustiado, que se veía al Presidente Boric hablándole al país aquella aciaga noche del 7M, para augurar lo duros que serían los días siguientes para el oficialismo. Tan duros que en Palacio más de alguien habría preferido una noche larga, un sueño profundo, ojalá sin amanecida.
Es que la derrota había sido tan dura, que la oposición ni siquiera necesitaba noquear al gobierno. Era cosa de dejar correr las horas y las intrigas palaciegas, las cobradas de cuentas entre las distintas almas oficialistas y la falta de agenda gubernamental, se encargarían de aquello.
Pero la oposición, como si sintiera el peso de la culpa de tener al gobierno contra las cuerdas, obvió, o quizás culposamente negó, aquella máxima de nunca interrumpir a tu enemigo mientras se está equivocando.
La retahíla de chascarros opositores partió en boca de quien se había transformado en la gran sorpresa de la elección de consejeros constitucionales. “¿Por qué cresta, siendo mayoría, tenemos que llegar a acuerdos con la minoría?”, se despachó en una entrevista Luis Silva, borrando de un plumazo toda la disposición al diálogo que había mostrado tras su elección.
El segundo paso en falso de la oposición vino de la mano de la presentación de un proyecto alternativo a la ley corta presentada por el gobierno para que las Isapres cumplieran el fallo de la Corte Suprema. Un proyecto que tuvo pocas interpretaciones distintas a una suerte de perdonazo encubierto y que obviamente no tuvo eco ni en afiliados al sistema ni entre la ciudadanía.
La guinda de la torta opositora la puso el diputado Andrés Longton al interpelar con la candidez de un niño y la incompetencia de un novato a una ministra del tonelaje político de Carolina Tohá.
En fin, una seguidilla de errores opositores que estos días le devolvieron el aire y algo de la agenda al oficialismo, pero que en ningún caso soslayan la pavorosa pesadilla que se instaló en la izquierda tras la votación popular del 7M recién pasado.
La pesadilla de haber dejado de interpelar al pueblo, a esa clase obrera referente principal de la izquierda y que esta vez optó mayoritariamente por la derecha. Igualmente, acongojante habrá sido tomar nota de que su mejor desempeño fue en las comunas de más ingresos del país y que resultaron una oferta electoral más atractiva, más luminosa para los grupos de mayor capital económico y cultural.
Esta vez fue la derecha -la ultraderecha como la llaman-, la que conectó con la clase trabajadora, entre otras cosas, porque esta izquierda parece avergonzarse de aquello de lo que Allende se enorgullecía: la patria, las empanadas y el vino tinto. Por contraposición, se ha embriagado de globalismo, city bikes, anteojos con marco allendista pero sin aumento, particularismos y un feminismo universitario, iluminado y pequeñoburgués que poco conecta con las grandes mayorías.
De pronto, pareciera que esta nueva izquierda, tan crítica del hecho que la derecha criolla haga copia de recetas de las derechas extremas en el mundo, está igualmente presa del mismo síndrome de no saber quién es y tener que buscar afuera su identidad.
Nada nuevo ni que no pudieran prever. Lo dijo recientemente en una conferencia el filósofo norteamericano Michael Sandel, referente del sector, por cierto: “las izquierdas, de ser los representantes de los trabajadores se transformaron en los representantes de los universitarios y las clases altas. No tiene nada de extraño que la clase obrera les dé la espalda.”
Es que, -sigamos con Sandel-, “la gente tiene preocupaciones reales y justas que la izquierda se ha negado a escuchar. La inmigración, por ejemplo, se siente como una amenaza para muchos, aunque no lo sea para las elites”.
Visto así, sólo cuando esta nueva izquierda woke se enfrente cara a cara con la pesadilla de negarse a sí misma, despertará verdaderamente. Por ahora, chascarros opositores mediante, sólo recuperó circunstancialmente el aire.
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