A estas alturas, está fuera de dudas que, en noviembre de 2019, el presidente Sebastián Piñera dio un inmenso paso en falso a instancias del presidente del Senado de entonces, Jaime Quintana, al abrir las puertas al cuestionamiento de las bases del régimen democrático justo cuando el país se encontraba bajo el asedio de quienes querían provocar un quiebre institucional y derrocar al propio mandatario.
Su obligación en ese momento era aplicar la ley, no discutir su validez. Estaba en marcha un plan de sedición, que incluyó asaltos a cuarteles policiales, y lo único que no debía hacer era poner en discusión la Constitución en la que se sostenía su propio poder. Pero lo hizo.
En medio de la confusión de aquellas horas, supieron sacar partido los parlamentarios interesados en aparecer como los abanderados de una transformación de contornos épicos, el cambio de “la Constitución de la dictadura”, bajo cuyas disposiciones, paradójicamente, ellos mismos estaban en el Congreso.
De allí, surgió el acuerdo del 15 de noviembre de 2019, que fue visto por mucha gente como una fórmula de paz y estabilidad, pero que en definitiva fue una ilusión. El 19 de noviembre, un grupo de diputados del PC, del PS, del PPD y del Frente Amplio presentaron una acusación constitucional contra Piñera, que fue apoyada por la mayoría de los firmantes del acuerdo.
Como se recordará, la Cámara estuvo a punto de aprobar esa acusación, lo que pudo haber provocado una crisis mayor.
Han pasado dos años y medio, y hemos visto muchas veleidades políticas desde entonces. La paz no llegó, el país se metió en un laberinto constitucional, y ahora estamos a las puertas de un plebiscito sobre el proyecto de nueva Constitución elaborado por el segundo parlamento creado por el Congreso Nacional.
¿Qué pensarán hoy los senadores y diputados que renunciaron a sus facultades para avalar ese experimento? ¿Sentirán quizás que sacaron mal las cuentas? ¿O que cedieron ante el miedo? Como sea, los senadores Yasna Provoste y Francisco Huenchumilla no se inquietan, y se muestran como entusiastas adherentes del Apruebo, lo que implica maniatar al Senado hasta 2026, momento en el que desaparecería.
La Convención supo ocupar el terreno cedido por el Congreso en el ámbito crucial de las reglas del régimen democrático. Fue la gran oportunidad buscada por las diversas corrientes de izquierda que no tenían entonces ni tienen ahora interés en construir una Constitución democrática, sino una armazón adecuada para sus intereses. Esa fue la línea seguida por la asociación del octubrismo, la izquierda indígena, el Frente Amplio y el PC, a la que se arrimaron el PS y otros grupos. El borrador les pertenece enteramente. Es, sin duda, la casa de ellos.
Las consecuencias del populismo constitucional están a la vista en todos los ámbitos, incluido el de las inversiones que requiere nuestra economía. El funcionamiento de la Convención permitió que tuviéramos una elocuente muestra de las concepciones y métodos de los grupos que la controlaron, de los objetivos que persiguen y de lo que están dispuestos a hacer para copar el poder. El sistema político está hecho para favorecer los intereses de la misma alianza que pasó la aplanadora en la Convención. Es real el riesgo de autoritarismo.
¿Cuál es el elemento más dañino del proyecto de nueva Constitución? La plurinacionalidad, sin duda. No estaba en discusión que Chile era una sola nación, no una decena, como ahora se quiere establecer por razones sectarias. Se asocia la nación con la raza, lo cual es una completa aberración. El proyecto establece “autonomías territoriales indígenas”, concebidas como órganos con patrimonio propio y personalidad jurídica de derecho público. En síntesis, los territorios indígenas tendrían autonomía política, administrativa y financiera.
Además, el borrador incluye una verdadera bomba de tiempo: la “restitución” de las llamadas tierras ancestrales, planteada de una manera tal que, en el convulsionado escenario de la macrozona sur, representa un llamado a las ocupaciones ilegales de predios. Los choques que de allí podrían derivar dejarían pálidos los conflictos de la reforma agraria de los años 60 y 70.
Tal es la consecuencia de que el borrador lleve la impronta de los activistas del indigenismo, definidos certeramente por Pablo Ortúzar como una nueva oligarquía, que aspira a tener cuotas reservadas de representación étnica en todos los órganos del Estado chileno, el mismo Estado al que, con oportunismo, reconocen a medias o simplemente no reconocen.
En el borrador, ningún ámbito de la vida nacional queda al margen del espíritu refundacional, esa suerte de iluminismo que se orienta a “corregir la historia”. Lejos llegó esta aventura. Si llegara a imponerse el diseño de la Convención, el gobierno de Gabriel Boric se enfrentaría a un escenario de pesadilla, frente al cual se multiplicarían sus actuales dificultades. Tendría que gastar su período presidencial en el esfuerzo de transición de un orden constitucional a otro, y ese sería un proceso lleno de confrontaciones.
Si gana el Rechazo, todo sería más claro: el país seguiría funcionando dentro de la actual legalidad, y el Congreso podría abordar con serenidad y sentido nacional las reformas que sean aconsejables. Es mucho lo que está en juego en el plebiscito, pero Chile puede superar esa prueba y crear condiciones para el fortalecimiento del régimen democrático. Ello exige que nadie se cruce de brazos.
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