A juzgar por lo que dicen los convencionales, el proceso constituyente ya se puede declarar un éxito. Es común verlos celebrar el dialogo fluido y los acuerdos transversales que se han alcanzado. Y aunque aun le falten palabras al borrador para despacharlo a la comisión de armonización, al parecer, ya se puede comenzar a hablar del proceso constitucional más exitoso de la historia de Chile. Obviamente, un proceso llevado a cabo por el pueblo virtuoso, indefectiblemente interesado en garantizar el bien común.
El juicio tiene ecos en la clase política, especialmente en la izquierda, que suele celebrar a los constituyentes independiente de lo que hagan o no hagan. Por medio de columnas de opinión, entrevistas y redes sociales se empeñan en demostrar que lo que dicen y hacen los miembros de la Convención Constitucional ya tiene mérito, independiente de lo están haciendo. Los más cautos de estos comentaristas se preocupan de proteger a la Convención de toda critica, justa o injusta, catalogando a quienes la ejercen como peones del poder que solo quieren ver la instancia caer.
El problema es que el mensaje no calza con los hechos. El proceso constituyente, como todo proceso de su envergadura, es mucho más complejo, sucio y trabado de lo que se le ha presentado. No es verdad que haya un dialogo fluido en la Convención, y tampoco que haya acuerdos transversales. Hay dialogo, pero no es fluido y solo se da dentro de ciertos círculos, y si hay acuerdos, solo ocurren después de sendas negociaciones entre cuatro paredes que además excluyen a sectores políticos completos.
Si hubiese que hacer una evaluación objetiva habría que mirar los datos duros. Y cuando se hace eso, los datos duros muestran que de todo lo que se ha tratado de hacer en la Convención, se ha logrado solo una parte ínfima. La norma es que se legisle mucho y se apruebe poco. Un evaluador neutral diría que el proceso o fracasó o camina inevitablemente hacia el fracaso. Está lejos de poder ser considerado un éxito.
De las siete comisiones, solo una, la de Formas del Estado, ha logrado aprobar más iniciativas de las que se le han rechazado. De las 321 iniciativas despachadas al pleno, se han aprobado 169 y se han rechazado 152. Es decir, una tasa de éxito de 53%. Todas las otras comisiones han estado bajo ese guarismo.
De las 111 iniciativas que la comisión de Sistema Político envió al pleno, se aprobaron solo nueve (una tasa de éxito de 8%). De las 80 iniciativas que la comisión de Medio Ambiente le envió al pleno, se le aprobaron solo 18 (una tasa de éxito de 22,5%). Así suman y siguen los rechazos.
Se entiende que los constituyentes profesen éxito sin haberlo obtenido: es su obra. Todo lo que ha entrado y salido de la Convención es y siempre será suyo. Saben que el legado dependerá de ellos, y que, de fracasar el proceso, también habrán fracasado ellos. Eso explica por qué los constituyentes prefieren catalogar las criticas a la Convención como esfuerzos deshonestos y concertados por torpedear el proceso y no como lo que muy probablemente son: preocupaciones genuinas sobre el devenir del texto cuando se presente ante la gente.
Lo que no se entiende es que quienes repiten las consignas de éxito sin siquiera ser parte de la Convención lo hagan sabiendo que no obtendrán ganancias si el producto final se aprueba, sino que tendrán que pagar los costos si se rechaza. Es absurdo verlos deshacerse en loas pensando que están ayudando la iniciativa cuando en verdad están ayudando a cavar su tumba. Quizás por inercia, quizás por lealtad, se han puesto voluntariamente en una posición de apoyar algo que a todas luces tiene problemas estructurales y que si fracasa será por culpa de ellos también.
La confianza de los constituyentes, y de los yes-men que los rodean, es una espada de doble filo. Sirve para protegerse preventivamente y dar una imagen de éxito, pero también impide hacerse cargo del problema de fondo: si se termina redactando un mal documento, con fallas lo suficientemente grandes como para causarle dudas a la mitad más uno, se perderá la totalidad del proceso. Por no haber sido autocríticos, y críticos, en su momento, todos quienes acusan a otros de ser partes del coro catastrofista terminarán siendo cómplices pasivos del gran fracaso constitucional.
¿Cuál será la lectura ahí? ¿Dirán que la culpa es del coro catastrófico? ¿Dirán que fueron los medios y los empresarios los que echaron abajo el proceso? ¿O admitirán que se desvirtuó bajo su mandato?
Si gana el rechazo, ¿podrán los constituyentes confesar que se equivocaron? ¿Qué lo pudieron haber hecho mejor? Probablemente no. Aun así, en retrospectiva, será claro que las señales estaban dadas. Cada vez son más las autoridades, como senadores y diputados, de centro y de centroizquierda, que dan cuenta de los peligros que implica seguir avanzando por el rumbo actual.
Es incomprensible que se siga defendiendo el proceso constitucional a ciegas. Sabiendo que está viciado, lo que correspondería sería agregar pausa y reflexión. Hoy ocurre todo lo contrario. Todo es blanco o negro, construido en base a caricaturas y medias verdades. El mejor ejemplo está en el tema de los fondos de pensiones, que mientras unos dicen que es evidente que se expropiarán, otros dicen que es imposible. La verdad naturalmente yace en el medio. La verdad, es que no es seguro que se expropiarán, pero que se están dando todas las condiciones para que eventualmente ocurra si un populista termina llegando al poder.
De cualquier forma, lo correcto es esperar el texto final para decidir si votar apruebo o votar rechazo. Solo con el producto final en mano será posible saber lo que conviene. Lamentablemente esa ecuación, que parece tan racional y que se utiliza como máxima para enfrentar casi todas las decisiones, casi todos los días, no es compartida por todos.
Algunos proponen que “cualquier cosa es mejor de lo que hay ahora”. Apoyan lo que no existe. Es imposible cubrir todas las implicancias de esa pequeña gran cuña, pero vaya que es claro que aprobar lo que venga, irreflexivamente, es la peor de las ideas.
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