A medida que pasan los días se va tensionando el ambiente por la definición sobre el futuro constitucional del país.
La Convención no logra aterrizar acuerdos sólidos en temas sustantivos tales como la estructura del poder legislativo, la independencia del poder judicial, la justicia constitucional y hasta la composición del poder ejecutivo.
Tampoco hay claridad sobre las normas que afectarán la libertad de conciencia y de expresión o la propiedad privada. Temas demasiado relevantes para mantenerlos en la indefinición hasta la última hora.
Muchos convencionales se molestan cuando se les hace ver estos y otros problemas. Responden de manera defensiva acusando mala fe de la crítica o una conspiración de derecha, o bien, con soberbia sosteniendo que siempre esto ha sido pensado que fuera así y que los que no lo comprenden no entienden las nuevas formas de la democracia que estaríamos vislumbrando o descubriendo en el seno de la Convención.
Una convencional dijo incluso que no sabíamos lo que era la democracia porque nunca habíamos vivido en una democracia, sin reparar que un proceso constituyente como el que estamos atravesando solo se podría hacer en democracia, o incluso, que el mismo es la mejor prueba de la potencia y vitalidad de nuestra democracia actual.
El asunto es que en pocas semanas los chilenos nos veremos enfrentados a la opción de aceptar el texto que salga de la Convención o rechazarlo. Las encuestas son ambiguas al respecto, pero al menos muestran que hay un buen porcentaje de chilenos que parecen decididos a aprobar el texto cualquiera que este sea, ya que “siempre esta Constitución será mejor que una redactada por cuatro generales”.
Esta convicción parece ser la de una buena parte, probablemente la mayoría, de los convencionales. Parecen creer que no es necesario transar sus propios principios e identidades en aras de un consenso mayor puesto que tendrían una mayoría suficiente para imponerse en la asamblea y en el plebiscito de salida, donde la opción es, de acuerdo con su imaginación, Pinochet o la Convención constituyente.
Sin embargo, como dijo el presidente del Senado y del partido socialista recientemente, es un falso dilema el que se presenta como: se está por el proyecto de la Convención o por la Constitución del 80. En realidad, la Constitución vigente ha sido políticamente desechada por el plebiscito en que el 80% se manifestó por la redacción de un nuevo texto. Su reposición es inviable moral y políticamente. Si sigue vigente es simplemente porque se requiere un marco legal positivo, por defectuoso o ilegítimo que se considere, para hacer posible la convivencia y la marcha del país. Si la constitución no estuviera vigente, ¿bajo qué normas podría gobernar Boric o incluso desarrollar el proceso constituyente?
El dilema entonces no es entre el proyecto de la Convención, cualquiera que este sea, sin importar lo bueno o malo que sea, lo extraño o razonable que sea, lo coherente o incoherente que sea, sino que el dilema que enfrentaremos es entre la propuesta de constitución que se hará versus la necesidad de reemprender un nuevo proceso. Como se ha dicho, este podría descansar en el parlamento que es habitualmente el depositario del poder constituyente, o en una nueva Asamblea.
La Convención debe comprender que la cosa no es “Yo o el Caos”. Quizás hacer explícitos los caminos ante el eventual fracaso de la Convención les permitiría sopesar con mayor sentido de responsabilidad histórica la obligación que tienen de no fracasar, de crear un marco constitucional que sea expresión de un nuevo pacto social que debe considerar las deudas históricas y la trayectoria constitucional del país, que resguarde los derechos y libertades de los ciudadanos, que asegure el gobierno de la mayoría así como el respeto a los derechos de las minorías.
*Ricardo Brodsky es ex director del Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos y ex embajador en Bélgica
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