La tendencia, aceptada a estas alturas como una máxima, es que a los oficialismos les va mal en las elecciones legislativas que se dan en medio de su mandato (las midterms). Las encuestas refuerzan este pronóstico optimista para los republicanos. Sin embargo, lo que ha marcado las competencias primarias del partido no es la probable posibilidad de arrebatarle la mayoría en ambas cámaras a los demócratas, sino la disputa por el control del histórico partido del conservadurismo estadounidense.
En varias contiendas Trump ha apoyado candidatos que ha considerado más afines a él. En particular, les ha dado su apoyo a representantes republicanos que apoyen sus falsas denuncias sobre un supuesto fraude electoral. Una falsa denuncia, mezclada con teoría conspirativa, que se ha resumido como “la gran mentira”.
Esta teoría de “la gran mentira” tuvo su expresión más horrible en el asalto al capitolio en enero de 2021, cuando una turba azuzada por Trump intentó frenar la certificación de la victoria electoral del presidente Joe Biden.
Hasta el momento, los resultados de Trump han sido mixtos. Por ejemplo, obtuvo una dolorosa derrota en Georgia, donde todos sus candidatos defensores de la supuesta ilegitimidad de las elecciones perdieron la nominación. Por otro lado, también ha tenido algunas victorias relevantes, como en Ohio, donde su candidato logró revertir las encuestas gracias a su apoyo.
Si bien la hegemonía de Trump aún no se ha consolidado plenamente, pocos dudarían que su sello político es el gran ganador. El “trumpismo” ha ganado en prácticamente todas las contiendas. Incluso cuando el candidato victorioso no haya recibido el apoyo oficial, el tono, los temas y las propuestas están cada vez más alineadas con él. Pero ¿qué exactamente es el trumpismo?
Para responder esta pregunta habría que partir por entender al Partido Republicano. El sistema político estadounidense es fuertemente bipartidario. Esto empuja a que los dos partidos (Demócrata y Republicano) sean “tiendas grandes”, con múltiples corrientes ideológicas internas y amplias coaliciones sociales y demográficas.
En el caso del partido Republicano, se solía decir que era el partido de los que creían en tres cosas: gobierno pequeño, prohibir el aborto y liberalización de armas. Esta constelación económica, religiosa e identitaria es el punto de encuentro de diversas corrientes. Desde neoconservadores hasta libertarios y paleoconservadores. Desde grandes empresarios de la industria petrolera hasta evangélicos en humildes comunidades rurales. Entre toda esta diversidad, hay una corriente que ha marcado la historia del partido, aunque casi siempre desde una posición subalterna: la corriente populista.
Estados Unidos es un país donde la palabra “populismo” no se ha igualado a demagogia en el debate público. En parte esto se debe a la presencia, a finales del siglo XIX, del partido populista. Un partido cuya base social eran pequeños granjeros y campesinos, con un discurso anti-elite financiera, que combinaba demandas progresistas en términos económicos (como hacer más progresivos los impuestos a la renta), con demandas conservadoras en temas sociales (como inmigración y relaciones étnicas). Si bien tradicionalmente se le asociaba a la izquierda, el populismo estadounidense como corriente de ideas ha terminado siendo una fuerza significativa tanto en el partido Demócrata como en el Republicano.
Un ejemplo icónico de cuánto difiere la connotación del término “populista” en Estados Unidos y América Latina es la famosa conferencia de prensa entregada por el presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, y el estadounidense, Barak Obama, en 2016, una de las últimas conferencia de Obama como presidente.
En esta conferencia Peña Nieto, en línea con la visión hegemónica en el subcontinente, equiparo el populismo con la demagogia y repitió el mantra de que los lideres populistas son aquellos que ofrecen “soluciones fáciles a problemas difíciles”. Para su sorpresa, Obama, a quién nadie acusará de demagogo, le respondió que no estaba dispuesto a conceder que la retórica a la que hacía referencia Peña Nieto era “populista”.
Es más, continuó diciendo que a él le interesaba mejorar las condiciones de vida de todas las personas, incluidos los trabajadores pobres, aumentar los impuestos a los más ricos y terminar con el abuso del mundo financiero y que suponía que “eso lo hacía ser populista”. Es más, sin nombrarlo explícitamente, disputaba que Trump fuera populista solamente por sus afirmaciones controversiales, nativistas o confrontacionales, pues no tenía ninguna de las preocupaciones económicas mencionadas.
De algún modo, este intercambio puede explicar lo que ha terminado significando el trumpismo. Una especie de populismo descafeinado en los temas económicos, pero recargado en los aspectos culturales e identitarios.
Patrick Deennen es quizás el intelectual más reconocido del nuevo populismo republicano, que se autodefine como un “conservadurismo de clase trabajadora” en busca de un “orden pos-liberal”. Según este, Trump habría sido exitoso en exponer a los partidos, por sus posiciones liberales. El Partido Demócrata se habría convertido en el partido del liberalismo de izquierda, defendiendo la ética social libertaria, y el partido Republicano se había convertido en el partido del liberalismo de derecha, defendiendo el libertarianismo de mercado.
Sin embargo, Deennen afirma que, en la práctica, el trumpsimo ha terminado teniendo una posición más bien ambivalente en estos temas. Ha expuesto y denunciado mucho, pero no es tan claro que haya hecho algo más que eso. Si Trump es populista, tiene poco del histórico populismo estadounidense.
En la triada gobierno pequeño, aborto y armas, solo este último aspecto, como símbolo de identidad y luchas culturales ocupa un rol central en el trumpismo. En temas económicos esta corriente ha tenido más bien posiciones ambivalentes. Sin estar particularmente interesado en reducir el tamaño del Estado, terminó aprobando uno de los recortes tributarios más importantes y concertados en los más ricos de la historia estadounidense reciente. En los temas religiosos, Trump comenzó siendo percibido como una figura más bien moderada y no era el candidato del movimiento evangélico en su primaria. Sin embargo, ha sabido sumar la fuerza de las bases evangélicas como pocos antes habían logrado. Y les entregó una serie de victorias en temas relacionados al aborto.
Es decir, más que contravenir las otras corrientes del partido desde el populismo, el trumpismo ha encontrado una manera de empujar sus agendas históricas. En este sentido, el gran giro del trumpismo en términos de política pública se ha observado en una sola área: inmigración.
Por otro lado, el trumpismo se ha vuelto una forma de entender la figuración política. Liderazgos cuyos mayor atributo es “odiar a las personas adecuadas” y “decir las cosas como son” de la forma más “políticamente incorrecta” posible. Al final, el trumpismo ha terminado siendo más parecido a una estrategia de marketing que a una posición política con contornos definidos.
Este estilo de hacer política no lo inventó Trump, claramente, pero con él ha logrado trascender fronteras, mucho más que cualquier política pública específica, y ha tenido un impacto sobre las derechas latinoamericanas.
La figura de America Latina que más claramente se acerca al trumpismo es la del presidente brasileño, Jair Bolsonaro. No por nada varios medios lo apodaron el “Trump brasileño”, luego de sus elecciones. Y este no ha disimulado su admiración por el líder republicano: “Trump es un ejemplo para mí”, dijo en 2017, cuando viajó a Estado Unidos.
Es más, una de las varias medidas controversiales que ha adoptado el presidente brasileño es facilitar el acceso a armas. En el proceso ha logrado que un tema, que nunca había tenido la centralidad que posee en el país del norte, se volviera central a las guerras culturales de Brasil. Por otro lado, en temas económicos ha mostrado el mismo pragmatismo de Trump. Luego de despotricar por años contra los programas de subsidio que implementó Lula (Bolsa Familia), ha creado un programa equivalente e igualmente ambiciosos de subsidios.
En las recientes elecciones colombianas, son varios los que saltaron a apodar como el “Trump colombiano” a Rodolfo Hernández. Otros se apresuraron a remarcar las diferencias en términos de las políticas propuestas y la relación con los partidos tradicionales. Al final, ambas posiciones son correctas si se entiende el trumpsimo más como un estilo de liderazgo o mercadotecnia que cualquier otro atributo político. Un liderazgo que combina posiciones confrontacionales, imagen de outsider y muchas expresiones “políticamente incorrectas”.
En Chile, la conexión entre la derecha radical y el trumpsimo es igualmente transparente. No solo se trata del alcance de nombres, con el partido de José Antonio Kast llevando literalmente el nombre de “partido Republicano”, sino que incluso, en plena campaña presidencial, el candidato de la “derecha sin complejos” viajó a Estados Unidos a reunirse con el senador republicano Marco Rubio.
Además, el partido de Kast ha plateado varias luchas culturales similares, como la liberalización del uso de armas, los discursos nativistas y la pelea contra lo “políticamente correcto”.
Como planteó hace poco la intelectual de derecha, Valentina Verbal, con Kast ha emergido una derecha anclada en las identidades y su defensa.
La derecha chilena aún está lejos de caer en la hegemonía de un discurso como ese. Sin embargo, hay algunas señales preocupantes, sobre todo en torno a la discusión constitucional y el liderazgo que han alcanzado algunas figuras de la convención que enarbolan un discurso afín.
Hacer política desde figuras que “odian a las personas adecuadas” puede ser tentador para algunos que quieren ver sus agendas avanzar. Sin embargo, si algo habría que aprender de la experiencia de Estado Unidos, es el riesgo a la democracia que significa que un estilo de liderazgo como ese se vuelve prevalente. Una democracia así está a una “gran mentira” de ver sus cimientos tambalear.
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