Septiembre 26, 2024

Bachelet, la mala memoria y el fracaso progresista. Por Pablo Correa

Economista y académico de la Escuela de Negocios de la UAI

El estancamiento de Chile es el resultado directo de políticas públicas erróneas implementadas principalmente durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet y la izquierda progresista. El país necesita urgentemente un giro hacia la derecha, un retorno a políticas liberales que fomenten el crecimiento, la innovación y la productividad.


Después del paréntesis dieciochero, es necesario volver a recordar dos noticias que se vinculan —peligrosamente— entre sí. La primera es la cuenta anual ante el Senado del Banco Central, en la cual se actualizó la estimación de crecimiento de tendencia del PIB no minero para 2025-2034 a un miserable 1,8%. La segunda es, cómo a semanas de las elecciones que definirán el pulso de la campaña presidencial de 2025, la figura de Michelle Bachelet parece ser el único liderazgo electoral existente desde la DC hacia la izquierda.

Es evidente que nuestro país, una vez alabado como el referente económico de América Latina, enfrenta una década de crecimiento pérdida. Lo que fue una economía dinámica, impulsada por un entorno de políticas promercado, ha sufrido una desaceleración profunda desde 2014, marcada por una serie de reformas fallidas y mal implementadas que nacieron bajo el segundo gobierno de Michelle Bachelet.

Éstas no solo ralentizaron el crecimiento, sino que también deterioraron la confianza en las instituciones y el futuro económico del país, generando un ambiente de resentimiento hacia todas las políticas pasadas, en una suerte de suicidio ideológico de la centroizquierda. Fue el comienzo del cambio del lenguaje, del desprecio por los técnicos, la instalación del progresismo dentro del Estado.

Bachelet II estuvo caracterizado por la implementación de reformas estructurales que terminaron minando el crecimiento económico, a pesar de toda la evidencia que se presentó en su contra. La reforma tributaria y la desintegración del sistema, desincentivó la inversión privada y afectó gravemente la competitividad del país, que ya mostraba signos de fatiga en comparación con sus pares regionales y globales, sin lograr ninguno de sus objetivos de largo plazo en términos de recaudación.

La reforma educacional, pieza central del gobierno de Bachelet, ejemplifica cómo las políticas progresistas mal diseñadas generan más daño que beneficio. Su implementación ha sido caótica y ha dejado fuera aspectos fundamentales como la calidad y la mejora en la formación técnica. La eliminación del lucro terminó matando el mérito, la elección, y pese a aumentar el gasto estatal en forma sideral, olvidó la enseñanza preescolar y la reforma curricular.

El debilitamiento de la certeza jurídica fue otro golpe devastador. La inseguridad respecto a las reglas del juego en sectores clave como la minería y la energía desincentivó la inversión a largo plazo. La ambigüedad sobre la aplicación de la Ley de Glaciares, por ejemplo, paralizó proyectos mineros de gran envergadura. Un marco regulatorio que cambia constantemente no solo ahuyenta capitales, sino que también envía una señal clara respecto del marco institucional dentro de un Estado.

Por otro lado, la reforma laboral de 2016 fue otro error estratégico que introdujo más rigidez en el mercado laboral, encareciendo las contrataciones y desincentivando la creación de empleo, especialmente entre las pequeñas y medianas empresas. En un contexto global donde la flexibilidad laboral es crucial para adaptarse a los rápidos cambios tecnológicos y de mercado, Chile, en lugar de facilitar la innovación y el crecimiento, optó por aumentar los costos y las barreras para los empleadores.

Finalmente, la reforma al sistema político y la obsesión por la eliminación del sistema binominal terminó generando la total fragmentación que existe hoy en el Congreso, el fin de la política de los acuerdos, introdujo el veto de partidos con prácticamente nula representación electoral, etc.

Diez años después, cuesta encontrar políticas públicas exitosas del segundo gobierno de Bachelet. El Frente Amplio no existiría sin ella, y es así como la actual administración ha profundizado ese camino: frente a cualquier restricción fiscal, más impuestos; más regulaciones y rigideces en el mercado laboral; más estatización de los servicios sociales y menos libertad de elección o reconocimiento del mérito. Tanto así llega a la ridiculez que, frente al incremento en las tasas de homicidios, un subsecretario se refiere al logro en la “equidad territorial de la delincuencia”.

Pero a pesar de todo, frente a las elecciones presidenciales de 2025, Bachelet parece ser el único liderazgo con alguna posibilidad electoral que tiene la centroizquierda. Esto no solo refleja el fracaso en la renovación de propuestas del sector, sino que también representa un riesgo de perpetuar las mismas políticas que llevaron al estancamiento del país y de tener no diez, sino tal vez veinte años perdidos y volver a ser un definitivamente un país mediocre más, como lo fuimos durante prácticamente todo el siglo XX.

Frente a este panorama, la solución es clara y hay que plantearla sin miedo, tapujos ni medias tintas: Chile necesita un cambio de rumbo hacia políticas liberales de centroderecha que privilegien el libre mercado, la reducción de la burocracia estatal, el incentivo a la inversión privada, la libertad individual y el mérito, todo bajo un paraguas institucional que garantice la seguridad en todas sus formas. Nuestra propia experiencia ha demostrado que las economías que prosperan son aquellas que fomentan el emprendimiento, aseguran la certeza jurídica y promueven la competencia.

El retorno a políticas liberales no significa abandonar el compromiso con la equidad social, sino justamente reconocer que el crecimiento económico sostenible es la mejor manera de mejorar la calidad de vida de todos los chilenos. El aumento de la productividad, la modernización del sistema educativo y la atracción de inversiones solo serán posibles con un enfoque que promueva la competencia y reduzca la intervención estatal innecesaria. Países que han optado por este camino, como Singapur y Nueva Zelanda, han demostrado que es posible combinar un alto crecimiento económico con una sólida red de protección social.

Por todo esto, no podemos tener amnesia. Es necesario refrescar la memoria colectiva: el estancamiento de Chile es el resultado directo de políticas públicas erróneas implementadas principalmente durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet y la izquierda progresista. El país necesita urgentemente un giro hacia la derecha, un retorno a políticas liberales que fomenten el crecimiento, la innovación y la productividad. Solo con un cambio profundo en su enfoque político, Chile podrá recuperar su lugar como líder económico y asegurar un futuro de prosperidad para todos.

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