Preocupado de que su pronunciamiento del 5 de julio sobre el plebiscito del 4 de septiembre se pudiera haber interpretado como cercano al Rechazo, el expresidente Ricardo Lagos precisó en una carta publicada en El Mercurio (29/07) su distancia respecto de las opciones planteadas, aunque esta vez se mostró mejor dispuesto hacia el Apruebo.
Dijo al respecto: “En caso de que ganara el Apruebo, tenemos una gran ventaja, sabemos cuáles son aquellas cosas indiscutibles a hacer de acuerdo a la Constitución, en el afán de aportarle mejorías a su texto”. Si ganara el Rechazo, sostuvo que “será importante tener claro cuáles son aquellas propuestas de la Constitución propuesta por la Asamblea Constituyente que deben preservarse a futuro”. Lamentablemente, de esto podría deducirse que las propuestas de la Convención prevalecerán de cualquier manera.
Es valioso que el exmandatario abogue por un consenso constitucional, pero estamos en un momento de definiciones luego del fracaso del consenso en la Convención. Son muy profundas las diferencias sobre el proyecto que surgió de allí y, por lo tanto, no queda sino tomar partido. En estas mismas horas, miles de ciudadanos están decidiendo su voto. Y la papeleta solo incluye las alternativas Apruebo y Rechazo. No existe una postura intermedia.
No da lo mismo votar por una u otra opción, con la idea de que después se arreglarán las cosas. Pasado el plebiscito, habrá que alentar el diálogo y favorecer los acuerdos, pero las repercusiones políticas, económicas y sociales serán muy distintas si triunfa el Apruebo o si triunfa el Rechazo, en particular respecto del clima de respeto al Estado de Derecho.
El triunfo del Apruebo significaría la validación de un experimento cuya columna vertebral no admite mejorías. Allí está configurado, en los hechos, otro país. La estructura del proyecto no es propiamente de una Constitución, sino de un programa político. ¿Qué mejorar, entonces? ¿El establecimiento de varias naciones dentro de Chile? ¿La creación de diversos sistemas de justicia? ¿El surgimiento de autonomías territoriales indígenas? ¿La eliminación del Poder Judicial? ¿El fin del Senado? ¿La desaparición del Estado de Emergencia para asegurar el orden público? ¿La restitución de tierras a los pueblos originarios al precio de expropiaciones masivas?
El triunfo del Rechazo, en cambio, tendría el unívoco sentido de reafirmar la unidad de Chile, valorar la democracia que hemos construido y defender el orden legal que nos protege. Nada impide que, después, el Congreso lleve adelante un debate constitucional constructivo, pero la prioridad será reducir la incertidumbre y reforzar la estabilidad y la gobernabilidad. Los cambios constitucionales deben apuntar a mejorar lo que tenemos.
Como presidente, Lagos encarnó las concepciones genuinamente progresistas sobre la lucha por un orden social más justo, que se expresaron en una política de acumulación de reformas que alentó la convergencia de las capacidades del mercado y el Estado como palanca del crecimiento económico y la inclusión social. Fue la vía de la Concertación. Y todo ello se apoyó en las normas constitucionales legitimadas por el triunfo del NO en 1988, las reformas de julio de 1989 y, por supuesto, la victoria de Patricio Aylwin, en diciembre de ese año. Vinieron nuevas reformas en los años siguientes, todas ellas fruto de la cooperación entre la centroizquierda y la centroderecha.
Contra toda lógica, los partidos de la antigua Concertación dejaron de valorar los logros conseguidos. Y sucede que ni la DC, ni el PS, ni el PR, ni el PPD podrían encontrar en su propia trayectoria una etapa comparable a la vivida cuando bregaron por recuperar las libertades, encabezar una transición exitosa y materializar un proceso de regeneración institucional que fue la base de los avances que cambiaron la fisonomía del país. Sin embargo, sucumbieron ante la presión populista.
Lagos tendría motivos más que suficientes para sentir satisfacción por las reformas constitucionales que promovió en 2005, y que el Congreso aprobó casi por unanimidad. Desde ese año, como sabemos, la Constitución lleva su firma. Pero la historia puede ser muy caprichosa. En 2013, Michelle Bachelet, en campaña para volver a La Moneda, proclamó el objetivo de elaborar otra Constitución. Fue el momento en que enterró a la Concertación y convocó al PC para armar la Nueva Mayoría y cobijar al naciente Frente Amplio en su gobierno. Vinieron luego los cabildos y asambleas sin base legal que ella bautizó como “proceso constituyente”.
En aquella coyuntura, Lagos evitó cualquier desacuerdo público con la mandataria y se esmeró por demostrar que estaba abierto a los cambios, incluso a partir de “una hoja en blanco”, lo que daba a entender que ello incluía la posibilidad de borrar su firma. Es probable que su posición en esta materia haya estado condicionada, entonces y ahora, por el deseo de evitar cualquier gesto que pueda interpretarse como defensa de la última página de la Constitución. Puede estar tranquilo. Su integridad y su estatura de estadista están fuera de duda.
Todos sabemos con qué contundentes argumentos fue empujado nuestro país a la aventura constituyente en 2019. Ahora estamos ante los resultados. Parece increíble que hasta se haya hablado de refundar Chile. Es evidente que el 4 de septiembre no nos vamos a pronunciar únicamente sobre un texto, sino sobre los valores a los que concedemos primacía. Y lo que está en juego es la paz interna, el futuro del régimen democrático, la protección de las libertades y la posibilidad de construir defensas institucionales frente a cualquier forma de autoritarismo. Podemos evitar que Chile retroceda.
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